This entry is part 8 of 9 in the series West Coast Trail

Jornada final y, como queremos que sea agradable, nos esforzamos en levantarnos pronto. Hoy hay un horario que cumplir, un furgo-bus que coger y no queremos tener que ir corriendo y nerviosos. Sigue haciendo buen tiempo; esto ya no hay quien lo remedie, vamos a terminar el WCT sin haber visto una gota de lluvia.

Nada más salir de Michigan, el sendero se mete al bosque. Se nos han acabado las playas. Entramos en los límites (exteriores, de momento) de Pachena bay que en su orilla sur, por la que caminamos, tiene una costa rocosa y escarpada. Hoy será todo bosque.
Al rato, llegamos al segundo faro de la ruta, el situado en la boca de la bahía. Nuevamente, es un faro sólo accesible por mar o a través del WCT aunque, aquí, el sendero desde la civilización (lo que nos queda por recorrer) es ya casi una pista que se recorre en poco más de un par de horas. El faro, de todas formas, está lo suficientemente aislado como para que la familia que lo dirige tenga que vivir allí permanentemente. Sólo salen de allí en vacaciones.

El faro es terreno privado pero el típico cartel colocado a la entrada que, normalmente, suele servir para prohibir el paso, advertir del peligro del perro y cosas así, aquí lo que hace es invitar a los senderistas a entrar y darse una vuelta. El edificio está situado encima de un acantilado a la entrada de la bahía y las vistas son muy amplias. La guía advierte de la posibilidad de ver ballenas en una cala que está inmediatamente debajo.

No sé por qué aquí lo de las ballenas (y no en otro sitio) pero el guarda del faro nos confirma que es así, que es común verlas (aunque hoy no están). Al igual que el talante del cartel, el farero se nos aproxima no para echarnos la bronca (estamos en su jardín, literalmente) sino para saludar y charlar un rato. Nos confirma que él y su familia viven ahí y no salen para nada salvo esporádicamente, de vacaciones y cosas así. Nos cuenta que es un precioso sitio y una gran forma de vivir si te gusta. Tienen niños que, desde luego, no tienen problema para poder jugar “en la calle”. Se interesa por nuestro viaje y procedencia (supongo que verá muchos senderistas al cabo del día pero no como nosotros) y nos acaba recomendando buenos restaurantes para comer pescado fresco en Victoria para esa cena homenaje de esta noche en la que ya estamos empezando a pensar.

Llega por allí una pareja que recordamos del viaje en barca en Gordon River, hace 7 días, y a quienes hemos visto esporádicamente en alguna otra ocasión a lo largo de la semana pero nunca habíamos hablado con ellos. Son canadienses y, como nosotros, están triste-contentos de estar terminando el WCT.

Gigantescos abetos (creo), camino de Pachena bay

Desde el faro, el camino es ancho, casi una pista, bajo los árboles gigantescos de un bosque un poco menos selvático. Vemos el mar, la amplia bahia de Pachena, sólo esporádicamente hasta que, por fin, el terreno se abre y descendemos de los acantilados que, de hecho, desaparecen para transformarse en una playa más, la que se encuentra en el fondo de Pachena bay.

No es muy representativo pero es el único cartel de «fin» que encontramos

Aquí, por fin, encontramos ya signos de civilización. Al fondo, se ve alguna casa aunque la cercana localidad de Bamfield, lugar remoto donde los haya en cuanto a civilización se refiere, no es visible ni llegaremos a pasar por ahí.

Las señales nos dirigen hacia el edificio donde se sitúa la oficina de los rangers, inicio (o, para nosotros, fin) oficial del WCT. Hasta allí mismo llega una pista de grava por la que aparecerá, dentro de una hora, si todo va bien, nuestro furgo-bus.

La oficina de los rangers en Pachena Bay

Tenemos que registrar nuestra llegada en la oficina para constar como “salvados” y recibir nuestro diploma con birrete (es broma). Salimos fuera a esperar al transporte y aprovechamos el rato para comernos las literalmente últimas migajas que nos quedan, lo cual nos hace sentir bien: provisiones bien dimensionadas. No ha sobrado nada.

A la hora prevista, llega el bus. Por una vez, nos agrada no sentirnos de más como senderistas sucios y malolientes en el transporte post-ruta porque, en este transporte, sólo hay senderistas sucios y malolientes. Nos reencontramos con los tres alemanes y la tía yankee con los que nos hemos ido cruzando día sí, día también, desde el inicio. Al resto (pocos más), no les conocemos.

El viaje es largo y se hace pesado. La salida de Bamfield es a través de un auténtico laberinto de carreteras de grava, todas iguales y mayormente sin señalizar. Recuerdo un cruce (uno sólo, de los muchos que hubo) que tenía una cutre señal hecha a mano que marcaba “Banfield, pallá… no sé cual, pallá…” pero pensaba en lo complicado que sería esto para algún turista despistado que se meta aquí con su coche… a ver a quién preguntas…

Salimos por fin, tras un par de horas, a una carretera de asfalto. Esta zona de la isla Vancouver no está muy habitada y las comunicaciones no son muy allá. De hecho, el furgo-bus nos lleva al otro lado de la isla, donde al parecer las carreteras son mejores (o, al menos, hay carreteras) y merece la pena la vuelta. No estaría tan mal si fuéramos directos a Victoria pero, no, hay que pasar primero por Port Renfrew para recoger allí a los que hayan acabado hoy el sendero en sentido sur… el caso es que al final acabamos deseando que acabara el viaje, por mucho relax y muy bonito paisaje que fuera… llegamos a Victoria casi de noche.

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