This entry is part 86 of 118 in the series PCT Relato Completo

Distancia: 30 m / 49 km. Acumulado: 2242 m / 3608 km

Ayer por la tarde, comencé a sentir una pequeña molestia en el muslo de la pierna izquierda a la que, por supuesto, no di importancia. Un cuádriceps cansado. Se puso peor según subía hacia Paradise Park, en los, literalmente, últimos metros del día, pero tampoco le di importancia. Seguro que mañana por la mañana estoy bien, pensaba…

Ya es mañana por la mañana y, según me levanto, le pregunto al cuádriceps qué tal está y, según parece, sigue molesto… bueno, pues será cuestión de salir a caminar y, en cuanto se caliente, problema olvidado…

…pues tampoco. Y no sólo eso: el PCT empieza a descencer para ir abandonando el monte Hood y ese descenso termina de desempolvar lo que va a ser mi gran handicap de las próximas ¡semanas! porque esto no se arregla en dos días.

El cuádriceps izquierdo duele como un condenado. Duele mucho, hasta el punto de que caminar se convierte en una tortura. Cada paso es un episodio doloroso intenso. Lo único bueno es que, en reposo, no duele nada pero… ¡no puedo estar en reposo!!! ¡tengo que ir hasta Canadá!

El descenso prolongado, y pronunciado, no hace más que empeorar el cuadro porque son, precisamente, los cuádriceps los que soportan la mayor carga en esas circunstancias. Camino con una pierna y media, contando con la solidaridad de la pierna derecha, que se lleva la mayor parte del trabajo, y respiro aliviado cuando llego abajo. Y lo peor no es el dolor en sí sino la preocupación que empieza a crecer. Me duele tanto que empiezo incluso a pensar si no tendré algo óseo y empiezo a hacer cuentas mentales de las semanas que me quedan y de si seré capaz de llegar a Manning en estas condiciones.

Jamás una cuesta arriba, la que viene a continuación, fue tan bienvenida; subiendo, el trabajo recae en músculos sanos. Me encuentro con una pareja veterana. Siempre es un placer encontrar a jubilados de sesentaytantos con un espíritu y un ánimo de veinteañero, cargando con sus mochilas y recordándome que lo mejor de la vida puede estar aún por llegar. Nunca había tenido una lesión como esta y les comento el problema, por si me pueden dar un diagnóstico que me tranquilice. Opinan que es algo sólo muscular, que es lo que quería oír y, tras un rato de charlar con ellos, les deseo buen viaje y prosigo algo más tranquilo.

Palpo, masajeo, estiro… y parece que el dolor se mitiga un poco pero, definitivamente, esto no es nada divertido. Como decía Gorm, aquel simpático personaje de las series de Vickie, el vikingo, no estoy nada entusiasmado. Es viernes. El plan era hacer un día de 30 millas (48 kms.) para acercarme lo más posible a Cascade Locks; necesito estar allí el sábado antes de las 10.00 h. de la mañana, límite de la oficina postal para recoger paquetes. Ya decía que abren «de tapadillo». Si no lo consigo, tendré que esperar al lunes.

En circunstancias normales, un día de 30 millas es, simplemente, largo, duro (sí, sí… como la vida misma) pero nada de lo que preocuparse; caminando con una pierna y media y padeciendo uno de cada dos pasos, empiezo a dudar si merece la pena… empiezo a durar si podré hacerlo, siquiera.

La opción «fácil» es olvidarme del plan y dedicarme a avanzar lo más tranquilamente posible; a fin de cuentas, pienso tomarme un merecidísimo descanso en Cascade Locks, celebrar que he terminado Oregón y bienvenir Washington con fuerzas renovadas… no pensaba retomar el sendero hasta el lunes, en cualquier caso. Pero en Cascade Locks está mi caja itinerante, la última vez que la recibo, y sería ideal recogerla el sábado, hacer todos los deberes ese mismo día, dedicarme a sestear, comer y beber de todo el domingo y salir el lunes prontito. Sé que, en las circunstancias actuales, objetivamente, no merece la pena el esfuerzo pero ese empecinado que hay en mí me impide renunciar al objetivo desde tan pronto. Y sé que es la opción equivocada pero decido seguir con el plan; intentar avanzar lo más rápido que pueda y mantener, al menos, mis opciones. Si, a la postre, no puede ser, que no sea por no haberlo intentado.

Un encuentro de estos simpáticos que me ayuda a distraer la atención de mis dolores favoritos: me cruzo con un grupo de chavales jovencitos comandados por un par de adultos; uno de ellos, viendo mis pintas, me pregunta:

– ¿eres un thru-hiker…?
– bueno… en todo caso, soy los restos de un thru-hiker…

Resulta ser Greg, la persona detrás de Mo-Go Gear. Esto es como el Sunset Boulevard del senderismo, uno se encuentra con celebridades. Hablamos un rato de material, ese vicio inconfesable. Al menos, estoy entretenido y me acuerdo menos de mi calambre pero la tregua sólo dura unos minutos y, si no quiero hacer las cosas peor, tengo que volver a mi calvario.

El resto del día es la historia de una agonía en su peor versión, una agonía autoinfligida. Sé que podría detenerla en cualquier momento pero no me lo permito. Camino (si a esto que estoy haciendo se le puede llamar caminar) con un ojo en el mapa, otro en el terreno y otro en el reloj, monitorizando mi progreso y sin saber muy bien si prefiero seguir en tiempo o si no sería mejor darme cuenta que voy tarde y mejor abandonar la carrera.

Tras unas últimas vistas de Hood, ya desde «fuera», el terreno se vuelve más mundano, otra vez. Si da igual… tampoco estoy para disfrutar del paisaje. El PCT se mantiene en las alturas; miro alante, allí donde el bosque deja ver algo, esperando encontrar indicios del valle del Columbia pero, por muy grande y profundo que sea, no se aprecia; sólo se ven montes boscosos, como de costumbre.

Mt. Hood y sus nubes de condensación se van quedando atrás

El río Columbia no es uno cualquiera. Es un pedazo de río, gigantesco. Su recorrido es de lo más curioso: nace en las Rocosas, va hacia el norte, se mete en Canadá y sigue hacia el norte, a tomar por saco, hasta que decide que por ahí hay demasiadas montañas y que no puede pasar… y se da la vuelta; por otro valle, eso sí. Vuelve hacia el sur, entra otra vez en EE.UU. y se acaba encontrando atrapado en una gigantesca cuenca rodeada de montañas. Alguna había que atravesar y se decide por las Cascades.

Mirando un mapa, parece la mejor opción. Las Cascades tienen un punto débil aquí, en el ya típico espacio de transición entre dos grandes volcanes. Hood queda al sur, Adams está por venir, al norte; y aquí encontró, tiempo a, su hueco el Columbia.

De todas formas, no cualquier río hubiera podido hacerlo. El Columbia tenía aquí un papelón para llegar al mar porque la depresión de la que debía que salir está ya a muy baja altitud y los ríos, por muy poderosos que sean, sólo pueden ir para abajo; así que le tocó excavar. El valle del Columbia supone, con mucha diferencia, el punto más bajo del PCT: unos mareantes ¡sesenta! metros sobre el nivel del mar. Hacía meses que no bajaba de las 3 cifras en altitud y será la única vez que el PCT lo haga. Es un sendero de montaña pero… hay que cruzar el Columbia.

El caso es que, ahí delante, una de esas hendiduras es la gran hendidura pero, a simple vista, no se aprecia nada.

Estas cosas son las que me mantienen entretenido porque, a todo esto, que no lo olvide nadie: lo estoy pasando fatal. Pupa grande. Al menos, no va a peor pero caminar así no es nada agradable. Sigo adelante motivado por mi objetivo mencionado de la oficina postal y sabiendo que en Cascade Locks me voy a tomar un descanso. Ya sólo pienso en llegar allí. Soy como el niño pesado en el viaje en coche:

– ¿falta mucho?
– sí…
– ¿falta mucho???

Sólo que, aquí, me tengo que responder yo mismo.

Pero entretenimiento no me va a faltar: la bajada al Columbia es todo un acontecimiento y, además, obliga a tomar una decisión: el PCT atraviesa la meseta Benson donde, según la leyenda, debe haber más Bigfoots que mosquitos; abundan las historias de cremalleras que aparecen abiertas, utensilios recolocados o bolsillos extrañamente desprovistos de sus contenidos, que reaparecen dos metros más allá, intactos. Siempre sucede por la noche y siempre implica un manejo que sólo puede hacer «algo» que tenga manos. Nunca desaparece nada y nunca le ha pasado nada a nadie pero ya nadie duerme bien en Benson.

La otra opción es bajar por Eagle Creek, que viene a ser algo así como la garganta del Cares de Oregón: Eagle Creek cava una profunda muesca en las montañas en su descenso hacia el Columbia y ahí se ha trazado un sendero que atraviesa la selva en la que aquí se convierte el bosque, pasa junto a cascadas, pasa *por debajo* de cascadas… las paredes no son tan verticales como en la caliza de los Picos de Europa pero la ruta es equivalente en espectacularidad.

¿Bigfoot o «el Cares»? Difícil elección… en la práctica, casi todo el mundo prefiere Eagle Creek, aunque el PCT oficial vaya por el otro lado pero, a fin de cuentas, acabas llegando al mismo sitio. Yo he visto las fotos y lo tengo claro: Eagle Creek para mí.

Mi objetivo no puede ser más concreto y numérico: 7 1/2 mile camp. En Eagle Creek, estrecho como es el valle, hay contados sitios en los que se puede acampar y todos tienen su nombre. «Seven and a half» no puede ser uno más inequívoco: está a siete millas y media de la boca del valle. Si llego allí hoy y mañana madrugo un poco, puedo estar en Cascade Locks a tiempo de recoger mi caja itinerante.

Si sigo por el PCT hasta donde intersecta el desvío a Eagle Creek, no llegaré jamás… demasiada distancia para mi pierna y media. Pero veo en el mapa ese atajo marcado casi con disculpas: la guía menciona que no es recomendable en caso de lluvia; muy empinado.

Hoy no hay lluvia pero lo último que necesito en esta vida, ahora mismo, es una cuesta abajo empinada… pero no me queda más remedio y tengo que ir por ahí.

Durante la siguiente media hora, sufro cada paso; en la izquierda, porque no funciona y, en la derecha, porque tiene que trabajar por dos. El altímetro cae en picado y el ambiente se vuelve del tipo selvático-opresivo que recuerdo de los valles del norte de California. Hoy no tengo ánimo para acordarme siquiera de las serpientes o del poison oak.

Respiro aliviado cuando, por fin, mi senderito en pared desemboca en una amplia senda que me anuncia que ya he llegado a Eagle Creek. No sólo eso: ya no queda nada.

Me arrastro, como durante el resto del día, pero ya sólo durante unos pocos kilómetros más, a través de la maraña vegetal en que la baja altitud y el ambiente húmedo convierten este lugar. Y, aunque parezca mentira (a mí, me lo parece), llego a mi destino. Estoy destrozado por el esfuerzo pero aliviado porque ahora me queda el reposo y, en reposo, ¡no duele! Será mi descanso más merecido. Sé que ya he dicho esto alguna otra vez pero… esta es la buena.

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