Entiendo por refugio de montaña aquella construcción destinada a ofrecer al montañero abrigo durante la noche, en esas horas en las que debemos descansar y somos más vulnerables. Considero, además, que un refugio, para ser considerado como tal, debe estar aislado de vías de comunicación motorizadas y ser accesible básicamente a pie desde una cierta distancia mínima del asfalto. No entro en precisiones sobre si esto descalifica como refugio a aquel en que se puede llegar en bici o en burro ni sobre si un helicóptero cuenta como vehículo motorizado. Simplemente, quiero evitar el abuso del lenguaje que se produce cuando se llama a algo «refugio» porque las habitaciones son comunitarias y se duerme en literas… pero con el coche aparcado a la puerta.

El concepto es aún muy amplio y en él caben múltiples realidades. Precisamente, de eso quiero hablar: de los refugios, sus modelos, lo que aportan, lo que se espera de ellos y los efectos de su existencia. Y, en definitiva, para dar un toque de atención sobre cómo algo aparentemente inocuo y con una imagen bucólica y agradable puede convertirse en un auténtico cáncer para la montaña… donde jamás la analogía resultó tan próxima.

De cómo podemos estar contribuyendo a destruír lo que amamos

En el entorno que nos rodea, los refugios que nos encontramos corresponden, a muy grandes rasgos, a dos modelos: la cabaña austera, desprovista de prácticamente todo lo que no sea las propias paredes y tejado; a menudo, sucia e, incluso, con desperfectos. Y el clásico refugio guardado, que ofrece la versión montañera de la pensión completa. Soy consciente de la enorme generalización que esta categorización supone pero la encuentro muy significativa.

La consecuencia más inmediata de la existencia de refugios en la montaña es que esta resulta más accesible. La logística necesaria para viajar por la montaña durante varios días se simplifica considerablemente al no tener que ocuparnos de procurarnos un lugar seguro para dormir y, en muchos casos, de proveernos de alimentos.

La mayor accesibilidad de la montaña, como todo en esta vida, tiene su cara amable y su lado oscuro. Por una parte, posibilita que más gente se acerque a ella, la conozca y aprenda a amarla, cuidarla y todo este típico encadenamiento de acontecimientos ya conocido. Por otra, facilita el acercamiento de gente no tan deseable. Esta puede tener muchas formas pero la más común y el aspecto más genérico corresponde a quienes no conciben la naturaleza como tal y pretenden disponer de toda la parafernalia urbana cuando la visitan.

El emponzoñamiento de la montaña con el aparato urbanita tiene muchas caras: desde las más sangrantes de las grandes infraestructuras tipo estaciones de esquí, accesos motorizados y cementos varios hasta otras mucho más sutiles; algunas de ellas requieren de los propios montañeros que nos miremos al ombligo para descubrirlas.

El modelo de los refugios como alojamientos a pensión completa contribuye a difundir esta imagen de «la montaña, con todas las comodidades» tan atractiva para la mentalidad urbana. Lo intrínsicamente perverso en esto es el tipo de actitudes que podemos esperar de quien acude a la naturaleza sin esperar desconectarse del mundo urbano.

En la naturaleza, los ritmos son diferentes. Lo que en la jungla de asfalto son las 7.00 de la tarde, en la naturaleza pueden perfectamente ser las 7.00 de la noche. La falta de luz significa tiempo para recogerse y descansar, sin que ello implique aburrimiento o falta de algo que hacer. En la naturaleza, estamos directamente conectados a su calor o a su frío, a su luz o a su oscuridad, a su sonido o a su silencio; a sus presencias y a su vacío.

En un refugio con simplemente cuatro paredes y un techo, esta conexión se pierde un tanto pero no del todo. El salto cualitativo es gigantesco cuando el refugio es esa especie de versión austera de un hotelito en que los refugios comerciales se han convertido. Aquí, la desconexión es brutal. La naturaleza queda afuera. Dentro, calor ambiental, mesa puesta y alimentos salidos de la nada, luz artificial y las 7.00 vuelven a ser «de la tarde».

Y ¿qué hay de malo en esto? Algo sutil pero importante y ya apuntado: alguien que sólo conciba su acercamiento a la naturaleza vinculado a este tipo de instalaciones será alguien incapaz de deshacerse de sus vínculos urbanos hasta un punto peligroso. Esperará encontrar esos vínculos allá donde vaya y, donde no los haya, los demandará. Transportará a la naturaleza sus actitudes urbanas y le parecerá algo completamente normal. Pero en la naturaleza no hay servicio de recogida y tratamiento de basuras ni saneamiento de aguas. No hay interruptores, palanquitas o pedales desde los que manejar todo y nuestros actos vuelven a tener sus correspondientes consecuencias.

El auténtico problema de fondo es que esto no es asunto de cuatro urbanitas despistados. Me asusta cuando oigo a los propios montañeros hablar en términos como que los refugios deberían «adecuarse» al siglo XXI o cuando los veo (a los refugios) ocupando páginas en revistas del género ofreciendo pedazos de «civilización» en medio del medio «salvaje». Tenemos al enemigo en casa.

El modelo de los refugios de montaña concebidos, en mayor o menor grado, como un negocio es, en mi opinión, otro gran colaborador de este despropósito: de que los propios montañeros nos convirtamos en enemigos de la montaña. Cuando el medio ambiente y la supervivencia económica se encuentran, el perdedor es siempre el mismo. Hay otros modelos de gestión posibles. No todo tiene por qué estar regido por las leyes del mercado. Los criterios económicos no me valen para justificar la agresión y la destrucción sistemáticas.

La naturaleza puede ser salvaje, despiadada a veces… pero, en el fondo, ahí radica buena parte de su belleza y de su encanto. Cuando los propios montañeros renunciamos a esto, estamos perdiendo algo importante y, lo que es aún peor, estamos condenando a la naturaleza, tal como la conocemos, a desaparecer. Así de simple y así de crudo. Nos quedará un parque temático muy bonito pero nada parecido a lo que la naturaleza representa.

Nada podemos esperar de los poderes políticos y económicos salvo destrucción. Nada podemos esperar de quienes ven la naturaleza (o cualquier otra cosa, para el caso) como un recurso a explotar, todo ello desde sus cómodas poltronas, convenientemente calentadas o refrigeradas. Ante esto, lo único que nos queda es el recurso a la pataleta. Cuando menos, estar unidos y estar enfrente; denunciar, reclamar y, en definitiva, defender lo poco que nos va quedando. Creo firmemente que necesitamos un profundo proceso de reflexión para no convertirnos en el propio agente demandante de urbanización de la naturaleza.