La naturaleza nos impone respeto. Particularmente, a la gente urbana, acostumbrada a contar con una serie de facilidades en forma, sobre todo, de ayuda especializada, casi inmediata, para cualquier problema imaginable. Cuando salimos a la naturaleza, muy especialmente si es por un período mayor que un día, somos conscientes de que esa posible ayuda ya no está tan cerca y eso nos causa inquietud e incertidumbre.

Una reacción común y natural es cubrirnos las espaldas, nunca mejor dicho, a base de llevarnos todo lo imaginable y buena parte de lo inimaginable para así sentirnos con seguridad de poder hacer frente a lo que surja. En cierto modo, esta actitud es correcta y de sentido común. Según vayamos ganando experiencia, aprenderemos a valorar qué es realmente necesario y qué no lo es, al tiempo que, probablemente, dejaremos de ver a la naturaleza como ese enemigo que no es.

En definitiva, todos hemos empezado llevando encima más cosas de las necesarias «por si acaso», como parte de un proceso natural de aprendizaje. Poco a poco, hemos ido corrigiendo esto y hemos llegado a un punto en que consideramos que estamos cargando sólo con lo imprescindible. Hasta aquí, todo correcto.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando, tras todo este proceso, nuestra mochila es aún gigantesca y necesitamos una grua para ponérnosla a la espalda? Lo que sucede entonces es acabamos asumiendo la carga como algo inevitable, inherente a la actividad, un gaje del oficio o el precio que hay que pagar por algún que otro momento glorioso. Peor aún, habrá quien, desanimado por tal problema, prefiera dejar el senderismo para actividades de un día o, como mucho, practicar el viaje semiurbano, con pernocta bajo techo, perdiéndose así uno de los aspectos más interesantes de esta actividad, en la creencia de que es la única forma de evitar padecimientos. Las buenas noticias son que esto no es necesariamente así.

Levantar la mochila con el meñique es un símbolo UL, como los cuernos al rock’n’roll