This entry is part 2 of 9 in the series West Coast Trail

Los extremos del West Coast Trail están bastante aislados del mundo, ni soñar con un sistema de transporte público que llegue hasta allí pero, como de costumbre, el transporte a medida viene al rescate: dada la relativa popularidad del sendero, hay un servicio de autobuses específico para los senderistas: un viaje de ida al día, por la mañana, y otro de vuelta, por la tarde. Ambos viajes pasan por ambos extremos del sendero. Por una vez, no seremos los únicos malolientes en el autobús.

La reserva con antelación del transporte es casi tan crucial como la del permiso para el sendero: no hay otra forma de llegar allí. Port Renfrew, en el extremo sur, está al final de una carretera que se va haciendo más y más estrecha hasta que al final casi cabe el autobús justito. Bamfield, en el extremo norte, es casi peor: no hay carretera asfaltada hasta allì, sólo una pista de grava que se encuentra al final de un auténtico laberinto de pistas idénticas, usadas para la explotación maderera. Hay que saberse el camino o no llegarías nunca.

Nos preguntamos por qué el autobús de ida desde Victoria sale tan pronto. El madrugón, de todas formas, resulta menos considerable de lo esperado por el hecho de que la Columbia Británica está en el extremo oriental de su huso horario (hemos cambiado de hora de las Rocosas a aquí) y todo va antes: se hace de día más pronto, de noche más pronto también, así que, aunque nos levantamos de noche aún, se nos hace de día de camino desde el albergue al lugar donde cogeremos el bus.

Después de un último gran atracón de pancakes, llegamos a la parada… que no es una parada como tal, el bus es una furgoneta grande y para en la calle. Aún no ha llegado pero sí hay unos cuantos mochileros tirados junto a sus mochilas así que no hay duda, este es el sitio. Está bien empezar ya desde el principio a construir camaradería pre-sendero. Previsiblemente, estaremos caminando durante días alrededor de esta gente.

Al rato, llega el bus; mini-bus, más bien, antiguo y cochambroso. En el colmo de la conveniencia y la especificidad senderista, la gente que lleva el autobús también alquila/vende piezas de material; típicamente, aquellas que pueden ser difíciles de obtener antes de llegar a la isla (o una vez en ella si no se dispone de tiempo o si el tiempo del que se dispone cae en festivo y no hay tiendas abiertas…) o cosas específicas al WCT que pueden no ser estrictamente necesarias en otras zonas. En nuestro caso, hay dos piezas que entran en alguno de esos casos: por un lado, el conocido asunto del gas: no hemos podido comprarlo antes de iniciar la ruta porque ayer viajábamos en avión y, tras aterrizar, no ha habido tiempo ni lugar; ni tampoco ahora, por la mañana, ya que salimos tan pronto. Por otro lado, polainas, que son un elemento considerado imprescindible en el WCT (por el barro) pero que nosotros hemos preferido no cargar durante el resto del viaje, no esperábamos necesitarlas en las Rocosas. Así que, al tiempo de reservar nuestro pasaje, les encargamos una bombona mediana y dos pares de polainas.

Nos entregan nuestros encargos. Con las polainas, como es de esperar, no hay mucho problema, son un cacharro uni-sex, uni-talla, uni-todo… la primera sorpresa (desagradable) viene cuando nos dan la bombona… a pesar del tiempo y esfuerzo que me tomé en intentar describir el tipo de bombona que necesitábamos, nos traen una Camping-gaz, que no nos vale… mal asunto. Afortunadamente, nos dicen, hay una tienda de material camino de Port Renfrew donde nos pararán y donde esperan que haya bombonas de las nuestras. Eso esperamos; si no, vamos listos…

Comenzamos viaje. De momento, hace muy buen tiempo, cruzamos dedos, aunque estamos necesariamente preparados para lo peor. Tardamos poco en salir de Victoria, es una ciudad pequeña. La carretera es estrecha y está llena de curvas. Al rato, desaparecen las poblaciones y circulamos ya por un pasillo abierto entre los árboles. Un primer encuentro con la famosa niebla; curioso porque podemos ver cómo nos acercamos a esa nube que está a ras de suelo, entramos en ella y, al rato, salimos por el otro lado y otra vez soleado, como si nada. Dentro de la nube todo era lúgubre y sombrío.

El entorno es bonito, la pequeña carretera bordea el mar a ratos, pero el viaje se hace pesado, con tanta curva. No se nos marea nadie pero estoy seguro de que por poco.

Llegamos por fin al cruce que lleva a Port Renfrew. El comienzo del sendero está hacia el otro lado, muy cerca de allí, pero el bus nos lleva primero al mismo Port Renfrew para que me baje yo y pueda ir a la tienda a por el gas. Prometen volver a buscarme, tengo 10 minutos.

Port Renfrew es muy curioso. No es realmente un pueblo al uso, es más bien un conjunto de casas disjuntas. La tienda no forma parte de ningún tejido comercial, no hay ninguna tienda de ningún tipo a la vista ni creo que las haya y ésta ni siquiera lo parece desde fuera, es simplemente una casa más, a la vista. Tengo que llamar al timbre y sale una señora que me conduce dentro donde, efectivamente, hay una buena colección de material de montaña/senderismo. Han montado este negociete aquí aprovechando el tirón del sendero. Busco mi bombona y, afortunadamente, la hay. Menos mal. Aprovecho mis 10 min. para darme una vuelta y consigo comprar un cubremochila sobredimensionado que esperamos nos sirva para tapar los aislantes, en previsión de la casi segura lluvia, más una lona plana para tener algún sitio donde meternos durante el día si le da por llover sin parar y para poder cocinar o montar un avance para la tienda.

Salgo corriendo y, al poco, llega el furgo-bus y me recoge. Nos llevan al comienzo del sendero, en Gordon River.

Gordon River son unas pocas casas junto a la playa en la desembocadura del río Gordon, una playa de arena fina donde, en lugar de palmeras, hay abetos que, eso sí, llegan casi a la orilla. Por lo demás, y con el sol y el calor, el ambiente es casi caribeño. Esta zona (toda esta costa) es algo así como un santuario hippie, un sitio tranquilo y aislado donde poca gente se anima a vivir y bastantes hippies se han venido para aquí, auténticos calcos del look californiano de los 60. Han montado un puesto de comida, muy a propósito y enfocado a los que se van a pasar unos días sin acceso a nada parecido.

Para comenzar el sendero hay que cruzar el río y para eso hay una barca que, prácticamente, sólo sirve para eso. El señor que la regenta hace 3 ó 4 viajes al día pero no hay que preocuparse por la hora, nos esperará; somos sus únicos clientes. A los que vienen del otro lado (terminando el sendero), no les queda más remedio que esperar o, como mucho, gesticular y vocear (de buen rollo), a ver si le sacan un viaje extra.

Antes de nada, tenemos que visitar la oficina de los rangers, donde nos dan una charla más instructiva y menos de trámite de lo habitual, ya que el WCT es un sendero muy especial donde hay ciertas cosas que necesitamos saber: nos dan una tabla de mareas y un mapa esquemático con indicaciones de los puntos más problemáticos, donde señala la altura máxima del agua con la que es posible pasar. También nos informan de la prohibición temporal de acampar en una de las zonas típicas a causa de la actividad faunística: parece que hay algún oso inquieto por la zona y prefieren dejarle en paz. Finalmente, las buenas noticias: pronóstico inusualmente bueno, buen tiempo a 5 días vista. Aunque sabemos de la variabilidad del tiempo y de lo incierto de los pronósticos, es bueno empezar con buenas perspectivas.

Por fin, nos sueltan y nos vamos todos hacia el pequeño embarcadero. Allí nos espera la también pequeña barca. Somos unos 10 ó 12. Cruzamos el río y nos dejan al otro lado. Ahora, nos quedan 7 días de camino para volver a civilización.

West Coast Trail, metro cero

Comenzamos a andar. El sendero empieza por encaramarse por la ladera y meterse en el bosque. A los pocos metros tenemos nuestra primera impresión importante: el bosque, su presencia y la inmensa diferencia que marca con lo que queda fuera. El bosque es denso, sombrío, húmedo y casi agobiante, nada que ver con la luminosidad de la playa y el azul del mar y esto ¡sólo con haber penetrado 10 metros!

El sendero sube, muy empinado pero, por lo demás, sin mayor dificultad. Nos cruzamos con algunos que están terminando y nos fijamos: no tienen muy mala pinta, ni están llenos de barro hasta las orejas ni nada. En este momento, para nosotros son una especie de héroes anónimos que han superado la prueba que nosotros empezamos.

El sendero es duro: sube y baja (sube más que baja), todo el rato, con pendientes muy fuertes. Transita por una empinada ladera, sin salir del bosque. El bosque es como nada que hubiéramos visto antes. Los árboles son de un tipo familiar, son coníferas (principalmente, cedros) pero, al margen de ser gigantescos, el ambiente es selvático; al menos, como nos imaginamos que las selvas pueden ser, según nuestro concepto de selva: humedad ambiental extrema, oscuridad, musgo por todos los sitios… ocasionalmente, setas de lo más variopinto (no sabemos nada de setas pero algunas de ellas son rarísimas, cosas que nunca habíamos visto ni en foto) y un caos de ramas y raíces que hacen al sendero zigzaguear constantemente, arriba y abajo.

El «sendero»

Esta va a ser la tónica del día; según la bibliografía, este tramo es el más duro, orográficamente hablando. Nos lo tomamos con mucha calma, sabiendo que la distancia prevista es corta y que no tenemos prisa.

Pues fue todo el día así; caminando muy cerca del mar pero sin verlo nunca, sabiendo que hace sol pero sin sentirlo, arriba y abajo, sorteando troncos y raíces. Hacia media tarde, llegamos al desvío a Thraser Cove, una pequeña cala que es el único sitio factible para acampar en toda esta sección y, por tanto, destino casi obligado tanto de los que empiezan como de los que terminan en Gordon River, salvo para los machacas que se animan a continuar hasta la siguiente cala, Camper Bay, no muchos kms. más allá pero sí todo un día de camino para los mortales normales.

El primer encuentro con las escaleras es para bajar a Thraser. Éstas son cortas. En Thraser nos reencontramos con el mar. Es una pequeña playa de guijarros rodeada de paredes cubiertas por árboles, que se las arreglan para crecer en sitios inverosímiles. El lugar es muy exiguo y hay ya bastante gente acampada. Queda poco sitio porque sólo se puede plantar la tienda por encima de la línea de la marea alta, por razones obvias, pero encontramos nuestro hueco.

La experiencia es radicalmente opuesta a la de las Rocosas: esto es mucho más social. No es que estemos codo con codo pero Thraser es pequeñito y hay bastante gente. Desde el principio, simpatizamos con un grupo de Toronto que nos cae muy bien. Al rato, aparece entre ellos una tía que resulta hablar un perfecto castellano… y nosotros allí haciendo el capullo con el inglés, joi, joi… es de Toronto pero sus padres son valencianos. Canadá está hecho de inmigrantes de todos los sitios posibles.

Hay cajones metálicos para la comida, por el tema de los osos, como de costumbre. Aquí no hay postes para colgarla. El caso es que, cuando vamos a meter allí nuestro bulto, nos encontramos el doble cajón ¡lleno! o casi. Conseguimos meter la mitad con calzador pero no hay sitio para más, así que tenemos que dedicar un rato a buscar un sitio para colgarla y otro rato para conseguir colgarla. No hay árboles grandes en las proximidades y el bosque este es de lo peor para colgar comida, las ramas se entrecruzan a todos los niveles posibles y el tema se complica. Nos queda un fistro tal, a una altura ridícula, que sólo podemos esperar que no aparezca ningún oso o tendremos que hacer de mendigos del sendero por un mendrugo.

Nos vamos a dormir al sonido de las olas. Esto sí que mola.

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